martes, 30 de agosto de 2011

Piel colgando


Las ganas que siento por hacerlo, justo en este momento, son insoportables. Desde el primer paso: escoger mi objeto de deseo, mi cuerpo me empuja, pidiendo saciar  las ganas que en ocasiones quema.
Son magníficos, son, son los indicados, me sudan las manos, mis ojos  no pueden creerlo, se ven bien en esa cafetería, ¡Dios! Me tiembla la boca, quisiera acercarme, poder oler de cerca la perfección, bueno casi, les sobra algo… ¡JA, que importa!, eso es fácil de cambiar.
Eran radiantes, inocentes, pero enseñaban suficientes para hacerme  voltear, sus movimientos eran sugerentes, el contorno, el color de su piel aumentaban mis ansias, lo que más quería era tenerlos ante mí, tocarlos poco a poco, disfrutarlos sobre mi cama, recostarme entre  ellos, soñar que nunca se irían.
 Al salir me voy al De otro lado de la acera, los sigo a casa, no pensé caminar tanto, aunque el tiempo era ideal: el viento refrescaba mi rostro, había suficientes nubes para que el sol no cayera de forma brutal sobre mi cuerpo.
Cuarenta y cinco minutos después se detuvieron, frente a una casa descolorida, vieja, el número apenas se distinguía, algunas plantas invadieron las paredes, no digna para ese par. De tras de un “bochito” amarillo recargo mi cuerpo para admíralos, estáticos, mientras se abre la puerta, después de unos segundos entran sin sospechar que hay alguien, detrás de ellos que los esperaría, justo en ese lugar para poder poseerlos, arrancarlos… someterlos.
Al término de la cuarta semana, me sabía de memoria su rutina: la luz se prendía de lunes a viernes a las 5:45 de la mañana, se abría la puerta a las 6:30 puntual, viajaban en automóvil, en dirección a unas oficinas del centro, donde estaban ocho horas y media, los martes iban al supermercado, los miércoles se reunían en un restaurante con otros, los jueves sin falta corrían al banco para cobrar, los viernes llegaban tarde a casa, tambaleándose, en zigzag, chocaban contra el piso y se quedan frente a la puerta de su casa, lastimando su piel. Esos días eran los más difíciles, algunas lágrimas se escapaban, quería ayudarlos, pero en esos momentos no era posible acercarme tanto a ellos. Los fines de semana no salían, la casa estaba vacía y silenciosa, oportuna.
A los tres días de vivir en al intemperie logre rentar la casa de enfrente,  mude algunas de mis cosas, lo básico para vivir, compre unos binoculares y un buen sillón que coloque en la ventana del segundo piso. Ya iniciada la segunda semana mis suministros financieros dejaron de existir, tuve que ir de nuevo a trabajar y solo los fines de semana estaban por completo dedicados a observarlos.
En el transcurso de la tercera semana decidí que era necesario un cambio, necesitaba que fueran míos por fin, era lo justo,tenía que planear como entrar a la casa. No parecía difícil, los domingos eran descuidados, dejaban la puerta abierta, me gustaba pensar que lo hacían apropósito, me lanzaban una invitación tímida, sé que me miraban todos los días, antes de subirse al auto, los martes entre los pasillos blancos y lustrosos del supermercado pasaba cerca de ellos, me reconocían, sienten lo mismo por mí, pero la vergüenza que tanto me atraía les impedía acercarse. Les facilitaría las cosas.
Tarde bastante, quería asegurarme de que cuando decidiera entrar, estarían cómodos, bajo ninguna distracción, que pudieran recibirme y consumar el deseo que hay entre nosotros, llevarlos  a nuestro hogar donde les daría todo, en donde hay más seres hermosos como ellos, no estarían más sometidos a mediocridades de la clase común, serían felices…conmigo.

Eran la doce de la mañana, un domingo frío, pero que el sol prometía calentar a lo largo de su jornada. Salí de la casa rentada, camine por el jardín seco de tonos amarillentos, mi corazón estaba demasiado alerta, mis ojos no apartaban la vista de aquella puerta entre abierta, no puse atención alo claxon que de manera violenta intentaba decir –quítate - pero no podía, quería alargar ese momento de excitación, entre cada paso, imaginaba que haría primero al tenerlos frente a mi; besarlos, en las puntas de su cuerpo, lamer sus curvas, sentir con las yemas cada parte oculta.
Ya frente a la casa, con la mano izquierda en la perilla, me paralice. Los nervios bullían por mi organismo, sentía un leve hormigueo en mis labios, mi lengua y mi tráquea, mi cerebro me repetía que debía tener  cautela, en las casi seis semanas que estuve observando, sabía que en esta calle mucha gente pasa y sospecharían de alguien parado en la puerta por tanto tiempo ¡Vamos, reacciona! Estuve así  por largos minutos, con una batalla interna, hasta que un ruido dentro de la casa me empuja a mover la mano, sostener con fuerza la perilla y empujar rápidamente, aumentando el rechinido de la puerta  hecha de madera vieja y húmeda.
Como supuse desde el principio, la casa era ordinaria, cada espacio, cada mueble, cada cuadro reflejaban la nada de una sociedad parasitaria y brutal, me dio asco  el panorama, olía a comida enlatada, a rosas semi-marchitas, un dulzor que lleno mi sistema. Busque rápido las escaleras, intente no tocar nada y respirar poco, después del rescate, tomaré una ducha.
Por la posición del foco que se alumbraba todos las mañanas, sabía perfectamente cuál era el cuarto que tenía que abrir, la luz que entraba por la ventana, salía tenuemente por  el espacio entre la puerta y el piso, sabía que ahí estaban, esperándome.
Entrar a ese cuarto, fue un fuerte golpe a todo lo que pensaba civilizado, zapatos por todo el piso, arrumbados en las esquinas, llenos de polvo, tierra, excremento canino en la suela. Por momentos sentí ganas de desmayarme, pero la furia borro ese sentimiento, baje a la cocina, rápidamente busque un limpiador, subí de nuevo y con una de las sabanas arrugadas de la cama me dispuse a limpiar cada zapato, tenis, botas, huarache o chancla de baño que encontré, el limpiador se acabo y las sabanas eran de tan mala calidad que rayaron algunos zapatos, quien durmiera aquí, era una bestia.
Comencé a ver la habitación, el color perla que tenían las paredes era ideal para colgar cada zapato en el lugar que merecían. Quite todos los cuadros, fui de par en par o de uno en uno, los que estaban rotos los deje en el piso alineados a la puesta de sol. Busque  martillo y clavos, moví todos los muebles al centro de la habitación, abrí las ventanas para que la realidad pudiera envidiar mi creación.
Sostuve por segunda vez cada uno, los observe con detenimiento, amarre sus agujetas, busque arriba, abajo, izquierda o derecha, hasta poder encontrar el sitio donde pudieran mostrar lo bello que pueden llegar a ser, olvide por varias horas la razón para pisar esa casa maloliente y banal, hasta que, dentro de los últimos pares, los encontré. Eran color negro, la lengüeta era brillosa al igual que la punta, la pala tenía un acabado de pequeños puntos y su collarín era de un color amoratado, estaban manchados y polveados, no me inquieto, con lo que tengo en casa se le quitara rápidamente, la entre suela era elegante, una ajustador cuadrado y plateado brillaba a un lado, contaba con un pequeño tacón, que le daba una altura perfecta, no eran pretensiosos. Busque la maleta que traje conmigo, la encontré en medio de las vulgares cosas de esa casa, la limpie con esmero, saque el metro de seda color escarlata, que había comprado desde la primer semana para aquel par que me embriagaba, en cada fantasía y que ahora se hacía realidad. Los tome, envolví y guarde con premura, no quería que estuvieran más en aquel lugar; antes de irme, saque mi cámara y tome fotos del techo, de cada pared y cuadro en el piso, al último una paronímica. Quizás no eran los mejores zapatos, quizás las paredes estaban perdido el brillo, pero la composición era por demás brillante.
Camine, con tranquilidad por la habitación, vi la hora en el reloj de la muñeca, aun tenía tiempo, pero comencé a sentir esa incomodidad inicial, ese mareo de olores nefastos, así que decidí salir. Ya en la calle apure el paso y después de unos kilómetros, decidí con mucho esfuerzo tomar un taxi, me sudaban las manos, hace más de cinco años que no tomaba uno, son sucios.

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